Blanco o negro... o de todos los colores
Es increíble la ambigüedad moral que demostramos
las personas en lo que atañe a la relación con los animales. En general ya nos
cuesta hacer que nuestra forma de vida, que nuestras acciones, estén cien por
cien en sintonía con lo que pensamos del mundo en que vivimos, pero en lo
tocante a los animales creamos verdaderos abismos lógicos para justificar la
manera en que los tratamos o nos olvidamos de que existen.
Hay varias formas de resolver este posible
conflicto moral. La más extrema sería la de actuar sin ser conscientes de las
consecuencias de nuestro comportamiento más allá de nuestra propia entidad
física y psíquica, solo los niños de muy corta edad y algunos enfermos
mentales, exentos de responsabilidad moral pueden ser coherentes con esta
solución. La más sencilla es la de otorgar consideración moral sólo a los seres
más íntimamente relacionados con nosotros, típica de las comunidades mafiosas:
sólo importan los que entran dentro del círculo familiar, incluidos posibles
animales de su propiedad. La más común es la facilitada por la ignorancia total
o la observancia de las creencias impuestas “sabiamente” por la tradición: se
normalizan las conductas en base a lo que nos cuentan y a lo que es de
aceptación generalizada, incluyendo lo que sabemos o creemos saber sobre lo que
nos afecta o sobre lo que influimos. Si no nos hacemos preguntas es la que
mejor funciona.
Pero si nos preocupamos y nos hacemos preguntas
sobre los demás, si nos acercamos y nos informamos, lo cual es un proceso que
debería ser normal en nuestro desarrollo como personas, surgirán conflictos
entre el probable cambio de actitud y los cambios de comportamiento que ello
exige, para vivir con coherencia moral. Esta es la forma más complicada y dura de
asumir, pero generalmente genera empatía y solidaridad.
Nuestra forma particular de relacionarnos con los
animales, no implica una única fórmula de intentar ser coherente con nuestra
moral, depende de muchos factores, entre ellos de las especies animales, o
incluso de los individuos particulares, de las situaciones que se nos plantean
y de nuestra formación y creencias. Y por supuesto, evoluciona con el tiempo.
Cuando me planteé de verdad hacer algo por los
animales, yo ya había cumplido los cincuenta y cuatro años y tengo que decir
que ya llevaba veintiséis trabajando sobre la fauna, un poco más si contamos mi
formación universitaria como biólogo y durante la que me orienté hacia la
zoología, y concretamente por la
entomología, si bien no dudé en aprender sobre aspectos concretos de los
vertebrados.
Aunque mi contacto más directo con animales había
sido con el mundo de los insectos, y desde una perspectiva puramente
científica, mi fascinación por la naturaleza en general y por los vertebrados
en particular ya estaba profundamente asentada desde mi adolescencia. Aparte de
ese acercamiento con juvenil curiosidad o la posterior mirada objetivada por la
ciencia, no había establecido un verdadero vínculo con un animal hasta que mi
pareja y yo decidimos adoptar a nuestro primer perro. Por supuesto que ya me gustaban los animales y nunca me pareció
una especie menos digna de respeto que otra, todas me parecían fascinantes, que
formaban parte de un entramado vital perfecto. Era mi visión: el escenario eran
los ecosistemas y los actores eran las poblaciones de las diferentes especies
vegetales y animales. Esa era mi percepción desde el punto de vista del
estudioso de, al menos un fragmento, de la fauna salvaje[1].
Despertamos a la individualidad de nuestro nuevo y
peludo miembro familiar, y poco a poco todo cambió. A través de él accedimos a
la mirada de otros perros y descubrimos el abandono y las penalidades por las
que pasan muchos de ellos, empecé a auxiliar y cuidar a los animales que
encontramos por la zona en que vivimos y al final conocí la realidad de los
refugios de animales y de las personas que trabajan en su rescate y cuidado.
Aunque no siempre es así, establecer el vínculo
estrecho con un animal puede llevar a hacerlo extensivo a otros animales de la
misma especie y seguramente este vínculo evolucione hacia una ampliación de la
empatía con otras especies animales. En mi caso, el proceso, que comenzó con el
acercamiento a los animales más próximos; continuó con el descubrimiento del
sufrimiento en un número cada vez mayor de animales domesticados o que viven
bajo el control del hombre, y que, inevitablemente, después me llevó a fijar de
nuevo mi atención sobre los animales salvajes; aún no ha terminado.
En este proceso de búsqueda de respuestas sobre mi
relación con los animales, y de soluciones para resolver los conflictos morales
que surgen en la vida diaria, he encontrado más preguntas que respuestas. Luchar contra la incongruencia personal sobre
como influimos sobre la vida de los animales puede ser tan complicado como
intentar definir sin arbitrariedad que es bueno o malo en la forma que
interactuamos con ellos, sobre todo cuando lo que predomina es una relación de
dominancia y abuso por parte nuestra.
No todo es Negro o Blanco en la forma de valorar –o
juzgar- la relación de las personas con los animales. Desde los que son
indiferentes a su existencia, pasando por la forma de entenderla de los
propietarios de perros o gatos, que focalizan su amor por lo animales sobre
estas dos especies, hasta los que han adoptado el veganismo como forma de vida,
o los que disfrutan acabando de una forma u otra con sus vidas, hay muchos
grados de percepción.
Dentro de los que se consideran amantes de los
animales hay muchas categorías: los amantes de sus mascotas, los que aman y
miman a sus animales de granja que después serán destinados al consumo, los que
quieren y crían sin escatimar desvelos a sus gallos de pelea, los que dicen
amar a los animales que cazan, y los que aman a los animales en su estado
salvaje y son grandes observadores y estudiosos de la fauna. Sin entrar a
valorar cuanto de hipocresía o veracidad haya en esa aseveración, lo cierto es
que la forma de percibir a los animales puede ser tan legítima y natural para
estas personas como para obviar cualquier tipo de conflicto moral.
Una herramienta básica tradicional en el
conocimiento de la zoología fue durante muchos años el estudio de las
colecciones zoológicas y yo mismo recolecté miles de insectos que fueron a
parar a cajas de la colección del Departamento de Zoología con el que colaboré
durante algunos años. No sólo hay insectos en esa y otras colecciones, también
todo tipo de vertebrados. ¿Me generó algún conflicto moral extraer a estos
animales de su ambiente, matarlos con gas y disecarlos atravesándolos con un
alfiler? No, se suponía que ello contribuía al conocimiento que llevaría a la
preservación de sus ecosistemas y por tanto a otros individuos de esas
especies. Hoy en día sólo recojo algún exoesqueleto de insecto encontrado
fortuitamente.
A la mayoría no le resultaría problemático matar a
un insecto aplastándolo o rociándolo con insecticida, sobre todo si es de los
que consideramos plagas, pero ¿y arrancarle las alas a una mariposa viva? ¿y
cocer en vivo a una langosta que al fin y al cabo es también un artrópodo?
La justificaciones de la ciencia para capturar
ejemplares vivos de animales salvajes, tan común en los siglos XVIII, XIX y XX,
ya no se sostienen, al menos para especies de aves y mamíferos y con fines
taxonómicos, pero seguimos utilizando a animales en experimentación, precisamente
por su semejanza biológica con nosotros. Aunque se ha restringido el uso de
determinadas especies que nos resultaban demasiado cercanas filogenéticamente,
seguimos usando, por ejemplo, ratas y ratones[2]. Incluso para los animales con los que está
permitido experimentar se han redactado unas normas de bienestar animal que
minimicen el trato cruel que pueda implicar el propio experimento y su
sacrificio ineludible y muchos estudiantes de veterinaria o biología, e incluso
los propios experimentadores han tenido conflictos morales a la hora de aplicar
la vivisección.
El caso de las ratas y ratones es especialmente
ilustrativo de las incongruencias entre la consideración y el trato que damos a
individuos distintos de la misma especie. A la mayoría de las personas les
repugna el contacto, e incluso la sola visión, de estos animales en su medio
ambiente, sin embargo, también los admitimos en nuestras casas como mascotas
criadas a tal efecto (o para alimento de otras mascotas); reclamamos la
prohibición de la experimentación que implique dolor y sufrimiento –capacidad
que nadie les niega- pero admitimos sin rechistar que se acabe con sus vidas de
forma lenta y cruel con raticidas u otros métodos para aquellos animales que
comparten con nosotros el ecosistema urbano o rural. ¿Acabaríamos tan
fácilmente con la vida de perros y gatos cuando estos se alimentan en los
basureros y de otros residuos humanos?
La relación más conflictiva de todas -por ser
también la más universal-, la de comer animales, es ineludible incluso para los
que declaran abiertamente que no les gustan los animales. Incluso para los que
sólo ven a los animales de granja como comida, les resultaría problemático
sacrificar en un matadero a un perro y convertirlo en filetes, e incluso
juzgarían como una atrocidad el mercado de carne de perro o de gato en otras
culturas distintas a la occidental donde son parte de su dieta, al igual que
para nosotros lo son el cerdo, la vaca o la gallina.
¿Nuestra categorización moral se rige por grados de
proximidad? ¿Somos capaces de admitir ciertas prácticas conforme más lejos
estén los animales en la escala filogenética? ¿Justificamos el trato en función
de factores como la utilidad, la apariencia, el tamaño o número de animales, el
perjuicio potencial para nosotros o la tradición? ¿Sacrificaríamos mejor 221
pollos o una vaca, que es la equivalencia en carne producida, o ahorramos
sufrimiento y optamos por la ternera? ¿Prohibimos las peleas de gallos por
crueles pero nos parece bien que les demos una vida miserable y una muerte
terrible a millones de gallinas?
Estos son solos unos pocos ejemplos de los posibles
conflictos morales con que nos podemos encontrar cuando adquirimos consciencia
de las situaciones que viven los animales y la influencia que ejercemos sobre
ellas. Analizar la compleja relación que los individuos y las sociedades
humanas establecemos con los animales con los que interactuamos y a los que
afectamos de forma directa o indirecta, es un ejercicio enormemente útil para
entender donde estamos y hacia donde deberíamos ir para resolver las grandes
cuestiones en la defensa y protección animal. Sin embargo, este análisis
debería ser prioritario cuando lo centramos en el sector del activismo
animalista donde la percepción de los problemas y de sus soluciones no sólo
tiene que tener en cuenta la resolución de los conflictos personales del propio
animalista que se informa y adquiere conciencia, sino también cuales son las
estrategias más rentables para generar beneficios a los animales a corto y
largo plazo.
No se debe juzgar a la ligera y demonizar a una
sociedad que normalmente vive ajena a estos problemas o que los resuelve bienintencionadamente,
aunque muchas veces de forma equivocada creyendo en la bondad de su comportamiento
(incluyendo a los protectores de los animales). Es muy fácil tender a los
extremos cuando la emoción gana a la razón en la defensa de los animales, pero
creo que en esta compleja red de interacciones hombre-animal, caben no sólo
todos los tonos de grises: Entre el Blanco y el Negro caben todos los colores.
Sebastián López
[1] Es curioso que en los estudios de ciencias
biológicas, los animales domésticos no merecían el más mínimo interés a no ser
que fueran objetos de experimentación y que para otras disciplinas como la
veterinaria y estudios agrícolas-ganaderos el interés por su biología se dirija
a objetivos de producción.
[2] Millones de ratones de
la raza Jax
son criados al año para venderlos a los experimentadores. Son ratones
consanguíneos, mutantes y diseñados genéticamente para que sufran las dolencias
con las que se va a experimentar y que sufren muchas patologías como efecto
colateral.
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El estudio de las relaciones del hombre con los animales ya tiene un nombre técnico, la Antrozoología. Es la consecuencia lógica de la inquietud que desde hace tiempo ha existido en pensadores filósofos u otros investigadores por explicar la complejidad de nuestra relación con los animales. Por ello nos pareció de lo más oportuna la conferencia-debate que traemos a Sevilla de la mano de Jaume Fatjó Ríos, titular en la UAB de la Cátedra de Animales y Salud de la Fundación Affinity.
Enhorabuena por el artículo, Sebas. Muy interesante.
ResponderEliminarUn saludo,
Marina (compañera del curso para perros con Daniel Ferreiro).
Todo bien hasta el apartado final en que lanza una falacia del término medio para tratar de justifica la petición de principio de que "no todo es blanco o negro", con lo cual el autor quiere introducir con calzador la idea de que "todo vale" en el activismo animalista y de que sea una estrategia aceptable promocionar un "buen trato" animales de esclavizados en granjas o que sea lógico pedir que alguien deje la carne un sólo día.
ResponderEliminarSi de verdad nos importan las víctimas, entonces defendemos sus derechos. Reducir sus derechos ante la percepción ciudadana puede ser muy bueno para obtener socios y dinero pero las víctimas no quieren que se las deje de explotar un día; sino por siempre. Quien entiende que los animales merecen respeto, los respeta hasta el fin de sus días. En cambio, vosotros no pretendéis explicar que merecen respeto; sino un "mejor trato" para quedar bien. Obviamente, el ponente de la fundación Affinity (empresa que asesina animales para comida de perros y gatos) no va a cuestionar la flagrante inmoralidad de su propia fundación. Lo que necesita el veganismo son activistas sinceros; no parásitos institucionales.